Un día, sin saber cómo, estás en la camilla de un hospital, ni siquiera sabes bien que sucesión de circunstancias te han llevado ahí y en realidad, tampoco importa, porque ya estás ahí tendido y no hay marcha atrás.


Te duele la mano, entonces miras y sientes la aguja que tienes clavada colgando de un carro con suero. Una vía.


Una vía a la vida, una vía a la recuperación, una vía a la salida de las paredes en las que te encuentras, o eso es lo que te dicen. En realidad sientes una mano mortecina, que se está quedando fría porque no le circula bien la sangre, o tal vez está fría porque no tiene el calor de quien la apriete mientras estás ahí tirado.


El frío se extiende de la mano al resto del cuerpo y compruebas con repugnancia que ni siquiera estas desnudo bajo la sabana impoluta y esterilizada, sino que estas con una especie de bata abierta tan higienizada como la sabana, y que sin embargo no esconde entre los hilos con los que está tejida que cientos de personas sintieron con ella el mismo frio que sientes tu. Empiezas a preguntarte si incluso, alguien dio su último suspiro con la misma prenda con la que ahora te cubren a ti.


Te sientes en una burbuja vacía en la que miles de vidas paralelas rondan a tu alrededor creando una situación reciproca de espectador. Definitivamente, las salas de urgencias vistas desde dentro son tan desalentadoras como la sala de espera del otro lado. Camas y camas, vidas y vidas están frente a ti, con la misma vía que te ata a ti a la botella de suero, con las mismas batas que podían ser la tuya, con respiradores, mascarillas y estabilizadores. Público que devuelve la mirada perdida con la que les observas.


El escenario es aterrador, la banda sonora lamentos y sollozos. En la camilla de al lado una mujer se extingue entre soplidos en forma de palabras inconexas. La monotonía se rompe con la inspección rutinaria de los médicos. Se paran en la camilla de la mujer, un médico y una chica joven tomando anotaciones en un cuaderno rojo con estrellitas blancas. Sus rostros son serios aunque no implican empatía alguna. El hombre revisa la multitud de aparatos a su alrededor mientras la chica anota en su colorido cuaderno los últimos niveles de una vida que podía ser la tuya.


Y en medio del túnel llega la hora de las visitas. La quietud aparente de la sala se llena de improviso de enfermeras acicalando camas y pacientes, para dejar paso a un tumulto de familiares llorosos que llenan la sala de bullicio.


Estiras el cuello buscando a quien contarle tu horrible espera. La mano adormilada empieza a responder ante el calor anhelado de quien la estreche. Por un momento hasta una sonrisa nerviosa asoma en tu cara.


Pero terminan de pasar los familiares y no has reconocido una sola cara. El final de tu camilla sigue tan desierto como unos minutos antes de la agitación. Y jamás en tu vida te has sentido tan solo como ahora.


Un día conocemos a los que serán nuestros amigos para toda la vida, tenemos una familia que no nos dejará ante nada, podemos hasta tener unos compañeros de trabajo maravillosos. Pero hay un día decisivo en el que conoces a alguien que será infalible.


Alguien que estará en la puerta cuando salgas de trabajar para acompañarte a casa, que te llevará a tomar algo cuando estés agobiado, que verás llegar por la puerta cargado de bolsas porque estabas cansado para ir a la compra, que te arropará por la noche cuando estornudas para que no cojas frío.


Alguien que aunque entres en una sala de hospital en horario laboral un día de diario, estará al final de la camilla para coger tu mano.


Tal vez nunca te diré que te quiero, tal vez algún día te lo diga y no veas convencimiento en mi voz. Pero un día te diré que no hay nada en el mundo que desee más, que decirte que eres quien quiero que esté a los pies de mi camilla.






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